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Relato corto: UNA TAZA DE DESESPERACIÓN

UNA TAZA DE DESESPERACIÓN

– Vacía, ¿lo ve usted? ¡Está vacía!

– Tranquilícese, muchacho. Es evidente que está vacía. Necesitamos que se tranquilice y nos explique las cosas con calma. Tenga, eche un trago – le aleccionó el Inspector, acercándole la petaca de brandy.

El chico recobró algo de color. Era delgado y moreno, con el cabello muy negro y muy despeinado. Bajo el moreno traslucía una intensa palidez que se iba recobrando poco a poco.

– Vamos a ver, comencemos por el principio. ¿Notó usted algo raro en él últimamente?

El chico lo miró desconcertado.

– Pues claro que sí. Estaba triste. Infinitamente triste, puede decirse. Y yo creo, señor, que de hecho se había vuelto loco.

El Inspector le miró intensamente.

– ¿Por qué dice usted eso?

Taza– Pues verá, señor – contestó el interrogado, conteniendo un sollozo –, porque empezó a hacer cosas muy raras. Esa taza vacía no es la única vez que la he visto.

– ¿A qué se refiere?

– Desde hace un tiempo, unos dos meses diría yo, empezó con la costumbre…

– ¿Dos meses, dice usted? – lo interrumpió el Inspector – ¿Desde que le veía usted triste?

– Pues sí, señor. Desde que comenzó a parecer deprimido. Como decía, empezó con la costumbre, varias veces al día, de ir a la cocina, ¿me entiende usted?, como si fuera a prepararse una taza de café o una infusión. Trajinaba un rato con los cacharros y salía siempre hacia su habitación con una taza vacía. Vacía y seca, sin nada, como ésta de aquí – y el muchacho señaló la taza vacía que reposaba sobre la mesilla de noche.

Sobre la cama yacía el cadáver de un hombre joven. Por su postura parecía que durmiera plácidamente, si no fuera por la expresión de infinita angustia que se leía en su rostro. Ya lo habían examinado: ninguna herida. El resto de la habitación estaba perfectamente ordenada, sin ninguna señal de violencia salgo la puerta que la policía había tenido que forzar, pues estaba cerrada por dentro.

– ¿Con una taza vacía? No se habrá muerto de hambre – apostilló el Ayudante, que había permanecido callado hasta el momento.

El Inspector le lanzó una mirada torva.

– Pero sin duda comería durante esos dos meses, ¿no?

– Sí, naturalmente, más o menos como siempre. De hambre, seguro que no ha sido.

– ¿Y qué más cosas extrañas le vio usted?

El chico se revolvió, incómodo.

– En realidad, nada más. Solamente lo de la taza. Parecía que se preparase un café, pero después salía con la taza vacía y limpia. Cada vez.

– Ya veo – comentó el Inspector, distraído. Señaló un pasquín colgado de la pared –. ¿Y esto qué es?

– Eso lo colgó de la pared hace unos quince días. Creo que es de algún libro que le gustaba. Le he visto releerlo, o al menos mirarlo, durante horas enteras esta última quincena. ¡Pobre amigo mío! Se había vuelto loco.

El Inspector se acercó a la pared. En un folio blanco, escrito con tinta negra de impresora, leyó: “No remuevas la amargura de la copa que yo mismo me he preparado. ¿Acaso no la he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo?”

El Retorno del Rey – murmuró el Inspector –. De El Señor de los Anillos – añadió, y se quedó pensativo.

El muchacho asintió.

– Si señor, le gustaba mucho.

El Inspector cruzó las manos a la espalda, echó una ojeada a su ayudante y al chico y se puso a dar vueltas lentamente por la habitación. Volvió a examinar la taza. Vacía, limpia y seca, sin restos de ninguna clase. Ni olor. Nada.

Volvió a examinar el cadáver. La intensa pena que transmitían esos ojos era perfectamente reconocible a pesar del velo de la muerte. Tenía la cabeza ligeramente ladeada. ¿Hacia dónde? El Inspector siguió su mirada, ya perdida. Apuntaba al escritorio.

Con dos largas zancadas se acercó al escritorio. Sobre el cristal reposaba un retrato de una mujer. Una mujer de una belleza casi exótica, que parecía mirar al observador con cierta timidez y una semisonrisa en los labios.

El Inspector se sobresaltó y se volvió. Miró intensamente a su ayudante, enarcó una ceja, volvió a mirar al difunto y volvió a seguir su mirada hasta la fotografía. Y otra vez más. Se acercó con rapidez a la mesilla de nuevo, cogió la taza blanca, la olisqueó por enésima vez, volvió a dirigir su mirada al muerto y a la mujer de la fotografía. Lentamente dejó la taza sobre su platillo y se volvió hacia los dos hombres.

– No hay duda – apuntó –. Se envenenó.

– ¡Pero si la taza está absolutamente vacía, y este muchacho insiste en que siempre fue así!

– Desde luego. Pero desde hace dos meses ha venido tomando el mismo veneno, día tras día, hasta que el último que tomó esta tarde fue lo que le mató.

– ¿Y qué fue? – preguntaron, casi gritaron dos voces al unísono.

– Una taza de Desesperación.

Noviembre 2006

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