UN MUNDO DE RABIA
El gigantesco bárbaro entró atropellada y velozmente en su cabaña, dando tumbos y golpeándose el hombro con una de las jambas de la puerta. Recuperando el equilibrio, la cerró de un puntapié y con pasos lentos e irregulares, jadeando, se dirigió hasta el pilar de madera más próximo en el fondo de la cabaña, donde apoyó la frente y el hombro derechos, en un gesto de agotamiento infinito.
Vestía únicamente un taparrabos de piel de zorro y una pelliza hecha con velludas pieles de cabra, entre las cuales sobresalían sus abultados músculos. Calzaba unas sencillas sandalias de cuero atadas en torno al tobillo. Estaba totalmente cubierto de polvo y sudor, y un reguero de sangre se derramaba por su espalda desde el punto donde sobresalía el astil de una flecha que atravesaba su hombro izquierdo. Y en el oscuro interior de la cabaña un niño lo miraba con unos ojos abiertos como platos.
El bárbaro se volvió lentamente y miró de soslayo durante un instante al niño. Agarró lentamente con ambas manos la flecha, tensó el gesto en su cara y la partió. A continuación tiró fuertemente de ella, arrancándola de su carne, a lo que acompañó un borbotón de sangre. Un estallido de dolor desfiguró su cara y le nubló la visión por un instante. Y el enorme guerrero hincó una rodilla en el polvoriento suelo de la cabaña. La melena rubia y polvorienta se le derramó sobre la cara y le ocultó el rostro.
El niño espiaba el exterior por las rendijas entre los troncos de madera. Tendría unos siete u ocho años, un pelo castaño que le llegaba más abajo de las orejas y una expresión entre asombro y angustia en los ojos grises.
– Padre, te han visto entrar. Se están reuniendo afuera, padre, con arcos, lanzas y garrotes. ¿Qué va a ocurrir, padre?
El luchador levantó la vista y tendió las manos hacia el niño, que corrió a refugiarse en un tierno abrazo. Cuando lo separó un poco de sí para poder mirarlo a los ojos, el sencillo vestido de arpillera del niño estaba teñido de sangre.
– Shem, pequeño, no quiero que tengas miedo por lo que va a ocurrir. No hay honor alguno en luchar contra tu propio linaje, y ojalá este aciago destino no me hubiese obligado así. Pero al final de todo, si un verdadero guerrero ha de morir debe hacerlo en combate, y no como un perro acorralado. Esta noche sabré si es cierto que existe el Valhalla.
Se arrastró despacio hasta la rendija de la pared y espió fuera: al menos veinte guerreros armados con lanzas de mangos negros y brillantes puntas de acero se habían alineado en prieta formación a veinte pasos de la choza. Detrás de ellos, una docena o más armados con arcos y flechas de plumas rojas como la sangre apuntaban fijamente a la puerta. El resto de la aldea esperaba alrededor, algunos armados con palos u horcas. Un manto de silencio lo cubría todo, y ni siquiera el viento se atrevía a levantar una mota de polvo.
Volvió a enviar a su hijo una mirada serena. Luego, apretando fuertemente la mandíbula, el enorme bárbaro levantó la rodilla del suelo y se enderezó hasta casi rozar con su poderosa cabeza el techo de la cabaña. Con dos largas zancadas alcanzó el rincón más oscuro, alargó el brazo y tomó su temible hacha de combate: un hacha bicéfala de acero bruñido teñida en la sangre de mil batallas. Pesaba tanto como un cordero adulto. Solamente un gigantón como aquél hubiese podido empuñarla con facilidad con una sola mano.
Se volvió lentamente y por última vez hacia el niño. Lo miró tiernamente durante unos segundos y después su mirada cambió a una dureza infinita.
– No olvides nunca una cosa, Shem. Que este conocimiento te acompañe toda tu vida: cuando todo se ha perdido y ya nada queda, y te sientas desnudo como al llegar a este mundo; cuando hasta la esperanza te ha abandonado, las fuerzas comienzan a fallarte y hasta el aliento te abandona. Incluso cuando empieces a percibir que la vida se te está escapando, y no te quede absolutamente nada, siempre podrás buscar dentro de ti esa última fuerza que nos sostiene. La Rabia.
El bárbaro se irguió, agitó su enorme hacha y se dirigió lentamente a la puerta. La abrió despacio, dio un paso al frente y la luz del sol del mediodía iluminó unos ojos inyectados en sangre en un rostro deformado por la furia. Enarbolando su arma, el gigantesco luchador cargó contra el centro de la hilera de lanceros, mientras de su garganta brotaba un bronco y estruendoso rugido que rebotó en las rocas de las paredes del valle y su eco lo devolvió con toda su angustia, odio y frustración. Todos los animales que habitaban valle huyeron al percibir el clamor. Jamás se había escuchado allí un alarido tan cargado de pasión humana. De Furia. De Rabia.
Diciembre 2006