Este relato, el último que he escrito hasta la fecha, es especial por un motivo muy curioso: relata parte de los antecedentes de un personaje secundario, aunque muy peculiar, de mi novela «La navaja de Ockham» (inédita por el momento). Tanto Carlos como Pablo, al ayudarme en la corrección de la misma ( ¡gracias muchachos! ) me manifestaron su interés por el personaje del Tuerto y por saber más sobre él, de modo que éste es un relato sobre sus inicios en el mundo del hampa valenciana…
LA LEYENDA DEL TUERTO
Dicen que la información es poder. Cientos de idiotas repiten lo mismo cada día sin saber el verdadero peso de esas palabras. Papagayos. ¡Qué sabrán ellos, sentaditos tras sus escritorios, viviendo en urnas de cristal! Chupatintas, negociantes, traficantes de influencias y toda clase de cantamañanas.
Escucha, Maurice, porque pocas cosas son más ciertas que eso. Por supuesto que la información es poder. Aunque depende de la clase de información, naturalmente. Y, por supuesto, se trata de otra clase de poder, completamente diferente al que esos petimetres imaginan.
* * *
Aunque en el fondo ésa había sido mi esperanza, en aquel momento no podía ver claro que por fin había echado raíces en alguna parte. Bueno, no exactamente en cualquier parte, sino en Valencia, esa luminosa y colorida ciudad bañada por el Mediterráneo.
El peregrinaje me había llevado de acá para allá, más buscando que huyendo, la verdad, pero en aquel momento me pareció que ya llevaba visto demasiado mundo para mis veinticinco años de edad. Curioso, ¿verdad? Tan quemado y tan ingenuo. Sea como fuere no me resultó difícil conseguir que alguien me localizase un sitio a mi medida: una ruinosa taberna en un barrio mucho más ruinoso todavía. En aquellos tiempos.
Nazaret es uno de los llamados «poblados marítimos» de Valencia. Acodado contra la ribera sur del Turia y del puerto, cerca del mar pero no dándose a él, daba hogar (por llamarlo de alguna manera) a los más humildes trabajadores portuarios y pesqueros de por allí. Claro que en los últimos años se había ido infestando de canallas de baja estofa, delincuentes de alquiler y navaja fácil y, a la postre, a finales de los 70 y principios de los 80, fue asediado también por la oleada de yonquis que la heroína iba legando al país. Para cuando yo llegué, aquello era uno de los agujeros más infectos de la zona. Los que no habéis vivido aquella época y sólo lo conocéis bajo su forma actual nunca entenderéis de lo que hablo.
En el centro de aquella guarida de desesperanza y bandolerismo del siglo veinte, uno de mis contactos me encontró un local en la planta baja de un edificio que en algún momento, hace mucho, debió de ser blanco y humilde. Ahora rezumaba el mismo abandono que el resto de Nazaret, con la fachada color suburbio, leprosa de desconchados.
Llamar taberna a aquello, que era poco más que un solar, era el colmo del optimismo en el epicentro de lo más marginal de la capital valenciana.
O sea, que era perfecto.
Yo ya llevaba demasiado rodado. Y desde muy joven. Había comenzado en aquella época, más incierta que indecisa, de un país que huía de las primaveras del 68 mientras contenía su aliento a la espera de que su máximo dignatario exhalara el último. Contrabando de montaña y mochila desde Andorra; menudeo a la sombra de las grúas del puerto viejo de Barcelona y recados para hampones de tres al cuarto a lo largo de las Ramblas y lo ancho del Barrio del Raval; ratero de poca monta a la puerta de las Ventas en Madrid y tráfico de todo lo imaginable entre Carabanchel y el Retiro; guardaespaldas de prestado del mangante a quien media Sevilla conocía simplemente por «El Señorito». Mi recorrido había sido largo y precoz, como digo, y llegado un momento deseé no haber visto tanto. Así las cosas, vine a Valencia a establecerme, deseando fervientemente ver mucho menos a partir de entonces.
Todavía no había aprendido que el Destino es un cruel cachondo. Y que hay que tener mucho cuidado con lo que uno desea, puesto que corre el riesgo de que acabe convirtiéndose en realidad…, más o menos.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Estábamos en mi llegada a la capital de la Tierra de las Flores, de la Luz y del Amor, como dice la canción. Por supuesto, a esas alturas yo ya era irremediablemente fauna urbana: cuando uno se ha criado en los bajos fondos de las grandes ciudades como un parásito social, el estigma lo acompaña siempre, y ya nunca se encontrará a gusto en un pueblo pequeño o en el campo. La ciudad permite cierto anonimato, Maurice, muy interesante, pero paradójicamente también la posibilidad de forjarse una cierta reputación en determinados círculos, mucho más conveniente todavía. Mis días de largo devaneo por los trapos más sucios de las principales capitales españolas habían resultado la mejor de las universidades, y todavía más importante aún: me dieron la oportunidad de iniciar una sólida reputación y una incipiente red de contactos. Éstos fueron los que me proporcionaron el cubil adecuado para cambiar de ocupación.
El local estaba prácticamente arruinado pero hasta eso me venía bien. Como alguien me debía un buen favor debieron de convencer a algún infortunado para que también me cediese el bajo colindante que daba a la estrecha calle a espaldas del futuro bar. En realidad me costó barato, aunque más de uno diría que acabó saliéndome por un ojo de la cara, como se verá.
Una rápida reforma me permitió dejar aquella cuadra algo más presentable. Al fin y al cabo tampoco iba a montar un bar de primera en un sitio como aquel, ¿no? Además, en un sitio demasiado elegante no me habría sentido muy a gusto. Todo lo que esperaba eran parroquianos ansiosos de palometa y barreja en las mañanas de invierno, y cerveza barata y en cantidad suficiente para pasar las tardes. Aparte de las olivas o el plato de bravas, no pensaba sofisticarme más allá de unos calamares o el bocata de lomo con pimientos. No necesitaba el Ritz para eso.
Así las cosas, la Estrella de Mar abrió sus puertas casi con la década del punk y la heroína. En algún lugar lejano, en el fondo del país, un elegante caballero – el primer presidente de una dudosa democracia que según intentaban hacer creer gobernaba la nación – estaba a punto de dimitir, acosado por las dentelladas de los Perros (¿rojos?) de la Guerra. En las calles, en la cruda realidad, seguían mandando los de siempre.
* * *
Los clientes no tardaron en acogerse a la confortable atmósfera que les ofrecía. Humildes marineros, pescadores de manos callosas y caras agotadas, contrabandistas del puerto y truhanes sin oficio claro comenzaron a mezclarse como asidua feligresía, unos pocos haraganes por las mañanas y toda una cohorte arracimándose ruidosamente sobre las toscas mesas por las tardes. Aquella tropa de canallas olfateaba fácilmente que el propietario del local era uno de los de su calaña, que la Estrella de Mar era para ellos la ansiada guarida de Alí Babá, donde beber su soledad, jugarse los cuartos que nunca se habían ganado o poner al día los trapicheos que mantenían a flote a la mayoría de ellos.
Por supuesto había reglas. Siempre ha de haberlas. Y siempre tiene que haber alguien que las imponga, normalmente, entre aquella clase de tipos, a la fuerza.
La primera: respetarás al patrón Tu Señor. Ése, aquí dentro, soy yo. Costó siete dientes y la futura fidelidad de su indeseable propietario el dejarla bien clara. Pero ésa es la clase de inversiones que merece la pena hacer: el resto fueron mucho más sencillas de meter en sus duras molleras.
La segunda: nada de peleas, ajustes de cuentas ni actividades ilegales en la Estrella de Mar. La Guardia Civil no era mi amiga y el cuartel me caía demasiado cerca, así que no tenía ningunas ganas de encontrármelos husmeando en mis asuntos. Mis parroquianos tampoco eran devotos del Santo Tricornio ni mucho menos, con lo que un par de gritos bien dados en su momento dejaron zanjada la cuestión.
Y la tercera: no se fía. Si quieres cerveza, la pagas. Si quieres información… ya la pagarás. Y por supuesto, si necesitas un contacto determinado, un favor especial o algún servicio, digamos, poco convencional, has venido al lugar perfecto. Puedo conseguirlo prácticamente todo…, por el precio adecuado, naturalmente.
Porque ése es mi verdadero negocio. El que me gusta y el que disfruto. Y del que controlo más que nadie en mi mitad de España.
Por desgracia la mayor parte de la gente no ha nacido para entender. Así que para eso también hubo que establecer reglas: nada de putas, niños, ni asesinos a sueldo. Ése no es mi negocio. Conozco a quienes se encargan de eso, gente sucia incluso entre la escoria. Nunca me he mezclado con ellos, y me ofende que me confundan. Pese a lo que puedan pensar y a mi turbulento pasado, me establecí en Valencia para ser un hombre honrado. Respetable. Y sobre todo respetado.
Al principio costó un poco ablandar algunas entendederas bien duras, pero si haces las cosas como debes la voz se corre rápido en el mundillo. Hice y pedí favores, fortalecí viejas alianzas, y en menos de un año tenía controlado el tema. Hasta llegué a entenderme aceptablemente con la Guardia Civil, que me solían dejar en paz con mis asuntos. Gente inteligente, la Guardia Civil. Aunque ya he dicho que no eran santo de mi devoción, solían ir acertados, a su manera: si no hubiese sido por ellos, en aquella barriada (que a pesar de su nombre estaba abandonada de la mano de Dios) ya haría tiempo que sus habitantes se hubieran devorado entre ellos. Así que no me importó echarles un cable muy de vez en cuando, normalmente después de que alguno de aquellos angelitos se hubiese desmadrado de verdad. Pero no, Maurice, y antes de que me lo preguntes, nunca tuve el honor de coincidir con tu abuelo.
Como decía, en menos de un año tenía a la parroquia bien adoctrinada. Al fin, tras muchos años de reptar por las más negras de las cloacas, podría tener un poco de tranquilidad. Había asentado mi imperio, y sólo necesitaba continuar regándolo para hacerlo crecer.
¡Menuda estupidez!
* * *
El invierno quería empezar a pedirle paso al otoño. Había sido un otoño crudo para la provincia: tras las torrenciales lluvias que cayeron en Octubre, desmesuradas incluso para la habitual Gota Fría que la sacudía cada año, la presa del pantano de Tous que debía regular el caudal del Júcar prácticamente estalló, provocando una violenta riada en forma de tsunami que arrasó cauce abajo hasta el mar buena parte de la provincia valenciana. A la catástrofe natural vino a sumarse a los pocos días una temprana nevada, insólita en aquella tierra de clima habitualmente benigno.
El resto del país los olvidó rápidamente. Una marea de entusiasmo recorrió España cuando aquel Octubre del 82, gracias a un apoyo masivo en las urnas, el dúo González-Guerra pintó el Gobierno de España de rojo. ¿De rojo? Bueno, eso decían entonces. La gente en la calle estaba entusiasmada por el cambio. Es decir, en la calle del otro lado de la galaxia, claro: todo eso ocurría a varios millones de años-luz de Nazaret.
Cuando me levanté aquella mañana para abrir la Estrella de Mar no podía ni imaginar que yo, un hombre joven y con ambos ojos perfectamente sanos, iba a consagrar aquel día y para siempre una titánica reputación, y mucho menos que la iba a adquirir bajo el sobrenombre de El Tuerto.
A las seis, todavía en plena noche, había abierto el local y encendido la cafetera. Aquello era parte del ritual de cada mañana, aunque lo del café era lo de menos en la Estrella de Mar: mis parroquianos se desayunaban con palometa, una mezcla de agua y cazalla, los más flojos, y con barreja, cazalla con brandy, los que me iban de valientes. Como eres un señorito de morro fino, Maurice, y además nieto de Guardia Civil, me va a tocar explicarte que la cazalla es un anís muy seco, tremendamente popular sobre todo en los pueblos de Valencia. Fuerte. De los que haría crecer el pelo en el pecho hasta a un imberbe como tú.
Allí las mañanas eran lo que eran: flojas. El nivel de mis vecinos, por más alcohólicos que fueran, no les daba para desayunar todas las mañanas en el bar y luego volver a emborracharse por la tarde al salir del tajo. La mayoría prefería lo segundo. Así que las mañanas eran de periódico y cliente ocasional hasta eso de las diez o las once, cuando aparecían los mangantes que vivían del cuento a echar sus horas en el bar. Alguno almorzaba y todo, pero la mayoría solo pedía una cerveza que se arreglaban para que se les fuera calentando hasta el mediodía, y con eso se daban por cumplidos.
A esas alturas los conocía ya a todos por el nombre. Y por mucho más que ellos mismos ignoraban, claro. Al fin y al cabo, la información es mi negocio, ¿no?
Debían ser entre las once y las doce, creo recordar, porque apenas tenía dos o tres de aquellos atletas del levantamiento de vidrio sobre mesa fija en el local. Como siempre, la conversación se llevaba entre murmullos y reojos. La niebla del Ducados, la habitual en el local, apenas se había empezado a levantar. Yo vigilaba mis dominios apostado tras la barra, mi trono en aquella pequeña taifa, fumando Bisonte y pensando en mis cosas.
La puerta de la taberna se abrió vacilante. Afuera el sol brillaba inútil, sin calentar ni lo más mínimo, y dos espectros se recortaron por un momento al contraluz. Cuando pasaron adentro con gesto nervioso entendí por qué se me habían antojado así: los dos eran extremadamente delgados, de mejillas hundidas cargadas de los años que nunca cumplirían. Los tics nerviosos y la locura que mostraban en la mirada no dejaban lugar a dudas sobre su catadura: dos yonquis experimentados, sin duda de los nuevos vecinos del barrio, que habían salido a pasear el mono.
Los murmullos se apagaron poco a poco cuando quedó claro que uno de ellos llevaba un bate de béisbol en la mano. Estaba viejo y gastado, seguramente recogido a saber cuándo de algún estercolero, con demasiadas muescas en la madera de las que no dejan las pelotas propias de ese deporte. El nerviosismo con el que lo agitaba no contradecía su pericia con él para cuadrar las cuentas.
Recuerdo que me enfadé. No pude evitarlo, y seguramente por eso me debieron ver fruncir el ceño desde lejos. No me gustan los drogadictos. Por mí que cada cual se meta el veneno que le dé la gana, pero no en mi local. No en mi casa. Y aquellos dos apestaban a problemas antes ya de entrar. Y además llevaban el bate. Regla número dos: nada de violencia ni actividades ilegales en la Estrella de Mar.
Desgraciadamente el mono pensaba por ellos. Al verme fruncir el ceño se dirigieron hacia la barra.
– ¿Qué queréis? – les pregunté muy molesto.
– Pasta para un pico, jefe – graznó el del bate, agitando el arma delante de mí.
– Vamos pasaos de mono, tronco – apostilló el otro como si hiciera falta, dos ojos como tomates en el fondo de sendas cuevas hundidas.
– Aquí no hay nada para vosotros – les espeté fríamente. Ni por un momento me planteé que mi ganada reputación de hombre serio no hubiese llegado hasta ellos. O que no les importase un pimiento con lo desesperados que iban -. No quiero yonquis en mi bar. ¡Largo!
Mis parroquianos se habían convertido en estatuas de sal. Nadie respiraba allí ya. La incipiente niebla comenzó a escampar.
Cuando los vi dar vuelta a la barra y pasar detrás del mostrador comprendí mi error. Pero era mal momento para echarse atrás. Además, en pocos segundos los tenía encima, y el del bate lo usó para empujarme contra la pared. Su colega llevaba en la mano una jeringuilla algo ensangrentada que yo no había visto antes. Mierda. Eran de aquella ralea que usaban esa mierda que acababan de descubrir, el SIDA, como arma para intimidar. Y estaban muy, muy nerviosos.
Me mantuve firme, no había otra. Con aquella gentuza no cabía razonar, eran como perros: si me veían flaquear me atacarían de inmediato.
– Abre la caja y dame toda la pasta, jefe – ladró de nuevo el del bate. Ahora que se había acercado tanto a mi cara quedó claro que el aliento le olía a podrido de varias semanas ya. Estaba tan próximo que podía ver que el tono céreo de su piel era el de un cadáver. Ambos sujetos parecían cadáveres, muertos que aún no se habían percatado de que lo estaban.
El atracador me cruzó el bate sobre el cuello y apretando con ambas manos sobre él me empezó a asfixiar casi tanto como su halitosis. Pensaba hacerle saltar la barra de un empujón cuando su acompañante hizo aparecer su jeringuilla ensangrentada justo delante de mi ojo izquierdo. Los suyos eran verdadero fuego líquido. Un anticipo del Infierno, sin duda.
– ¿No me has oído, jefe? ¡Te he dicho que abras la caja! ¿O es que quiés ver lo que hace El Perla con tu ojo?
Regla número uno: respetarás al patrón Tu Señor.
Si lo hubiese pensado detenidamente, quizá habría tomado otra decisión. No lo sé. A lo mejor no, quién sabe. El caso es que no estaba para pensar: la indignación inicial se transformó en una furia cegadora que tomó control de mí, y durante unos minutos la bestia primitiva que alienta dentro de cada uno de nosotros fue más real que mi humanidad.
Recuerdo haberle echado mano con la derecha a la entrepierna al que me tenía inmovilizado con el bate. Era lo que me más a mano me venía, ¡qué se le va a hacer!, y apreté como si quisiera extraerle la última gota de su mosto a un racimo de uva bien maduro. Sin dejar de apretar empujé para apartarlo de mí y su aullido resonó en todo el local. Intentando defender la zona castigada, el yonqui se apartó un paso y el bate de beisbol que había sostenido cayó al suelo.
Desgraciadamente no pude celebrarlo como es debido.
Un dolor cruel y punzante acompañó a un intenso fogonazo en el mismo centro de mi ojo izquierdo: temblando de puro acojono, el canalla del Perla me había clavado su repugnante aguja en medio del globo ocular, haciéndomelo estallar, aunque eso yo no lo sabría hasta más tarde. En mi furia y desesperación solamente recuerdo que solté al cantamañanas del primero y me abalancé sobre el segundo con el instinto del lobo. Le agarré la cabeza y tirando de ella me lo acerqué y tirándome a fondo mordí su escuálido cuello. Tensé la mandíbula y arranqué, buscando solamente desgarrar y destrozar.
Ni siquiera me había dado cuenta de que la jeringuilla todavía colgaba clavada de mi ojo.
Cuando aparté a aquella sabandija de mí, un enorme chorro de sangre me saludó empapándome la cara como solo una arteria carótida arrancada puede hacer. Por el rabillo del único ojo que me quedaba intuí un nuevo y grave problema, así que solté al Perla para que se desangrase a su ritmo y me volví al primero de mis atacantes.
Aquel facineroso se había repuesto de sus dolores mucho más deprisa de lo que cabía esperar. La abstinencia es poderosa, sin duda. Su incapacitación apenas había durado unos segundos y el muy mamón seguía en pie. Estaba un paso más allá de mi alcance, apoyado de espaldas a la barra, y le vi echar mano atrás a la espalda.
No tuve tiempo de más. Alargué la mano y por pura suerte acerté a coger la jarra de cristal que había estado llenando de cerveza unos minutos antes. Pero llegué tarde. Un estampido resonó en el local y sentí cómo un crujido ardiente me atravesaba la rodilla derecha. Antes de caer aseguré mi peso sobre la otra pierna y barrí con mi brazo, empujado con toda el alma. La pesada jarra de cristal alemana, junto con el litro de cerveza que contenía, se incrustó en la sien de mi asaltante con un crujido ejemplar. Me apoyé en el tirador de cerveza para no caer. Oleadas de dolor desde mi ojo perdido y la rodilla que auguraba el mismo camino se estrellaban contra mi conciencia. Desde el fondo de una bruma rojiza vi como el último llegaba al mugriento suelo de la taberna con los ojos vidriosos. La sangre que manaba de uno de sus oídos se mezcló con el chorro pulsátil del primer cadáver, que empezaba a perder fuerza ya.
Uno de mis parroquianos se atrevió por fin a salir de su inmovilidad y se me acercó. Creo que era El Picapiedra. Sí, sin duda, era él. Cuando vio lo que había al otro lado de la barra puso los ojos en blanco y se desmayó, cayendo todo lo largo que era y derribando dos taburetes. Tuvo que venir Perico el Santo a socorrerme. El bueno de Perico, que en paz descanse. Me apoyé en su hombro para salir de allí y sentarme en una silla. El más absoluto de los horrores destilaba de sus pupilas al mirarme, y con una mano temblorosa apenas osó señalarme el ojo izquierdo pero le entendí. Con cuidado, porque dolía más que la Muerte, me saqué la jeringuilla y me cubrí la herida con un trapo de cocina. Algo intentaba rezumar desde ahí sobre mi mejilla.
– ¡Acércame aquel otro, que me vende la pierna! – le grité. Con el segundo paño me vendé la rodilla lo mejor que pude -. De aquí no se mueve nadie hasta que yo lo diga – gruñí -. Despierta a ése que hay que arreglar esto, no sea que alguien haya oído el tiro y tengamos aquí a la Guardia Civil en menos que canta un gallo.
* * *
Chapamos el bar ese día. Perico el Santo tenía buena mano para las curas y me echó un cable con la rodilla. El Picapiedra demostró que la mejor de sus habilidades parecía ser echar la papa sin parar. La rodilla no sangraba pero me la había destrozado. Ni hablar de apoyarla. Entre los dos entablillamos la pierna lo mejor que pudimos y me agencié un tablón para usarlo de muleta.
Ninguno me dijo de llevarme al médico. Lo tenían claro. No me gustan los médicos, ya lo sabes, Maurice. Una banda de presuntuosos que consiguen arreglar algo las pocas veces que la Naturaleza les deja, si no nada. No me pongas esa cara, que eso también lo sabías ya.
Me agarré a la botella de Terry como si fuera mi mejor amante y cuando conseguí despacharla pareció que el dolor remitía algo. Visto lo inútil del Picapiedra lo largué a su casa, no sin antes echarle media mirada de advertencia, que con lo que temblaba no hacía falta. Con la ayuda de Perico el Santo metí a aquellas dos piltrafas en la cocina, y el resto de la tarde la pasamos limpiando la sangre.
Me planteé muy seriamente incluir aquella semana estofado en el menú. Pero aquellos tipos me daban mala espina. Igual eso del SIDA al final sí que era algo, yo qué sé. Así que cuando Perico se marchó para descansar una horita me senté en la cocina con ellos, el tajo y mi hachuela. Para cuando volvió ya los tenía bien repartiditos en bolsas de basura con un par de piedras en cada una, y las pudimos cargar en el SEAT cochambroso con el que me vino a recoger.
Sin hablar condujo por las callejuelas aprovechando que era noche cerrada. Iba despacio porque no se aclaraba mucho con aquel cacharro que a saber de dónde lo había sacado y no queríamos que nos parara la Guardia Civil. Yo había cambiado la botella de Terry por otra llena y continué dándole tientos hasta que llegamos donde tenía la barca. No me lo preguntes, ya iba medio borracho y no me acuerdo. Allí, en medio de la noche, pasamos el sangriento alijo del ruinoso automóvil a un cascarón que no andaba mucho mejor de forma. Yo le ayudé lo mejor que pude, que no era mucho, y me quedé en el coche mientras aquél zarpaba mar adentro a fondear mi carga. Cuando me desperté ya estábamos los dos de vuelta a la puerta de la Estrella de Mar.
* * *
En aquel barrio todo se sabía sin hacer preguntas. No abrí el bar de nuevo hasta una semana después, cuando ya me había agenciado un buen parche para tapar el ojo perdido, una muleta en condiciones y sobre todo cuando por fin me pude tener en pie sin necesidad de emborracharme hasta las trancas. Nadie preguntó nada. Sabían bien lo que les convenía, o incluso la verdad, a saber. Las noticias corren rápido en este inframundo.
Desde el principio todo el rebaño de mis parroquianos colaboró. Yo, cargado con mi muleta, dejaba las comandas en la barra y cada cual venía a recogerse la suya. Me gustó esa costumbre y así la mantuve. Y aunque nadie mentó jamás aquel episodio, en los ojos de todos y cada uno de ellos pude ver un renovado respeto… y quizá algo más.
Nadie echó de menos a los yonquis, o al menos nadie vino a preguntar. Ni la Guardia Civil. A nadie interesaban aquellos despojos humanos. Pero decidí tomar las precauciones debidas para que aquello no se volviese a repetir: me agencié un buen trabuco – una escopeta de caza con los cañones convenientemente recortados – y una Beretta de 9mm y los aposté, como en los viejos western, bajo el mostrador del bar. Y allí han estado juntando polvo desde el día que los trajeron: jamás los he tenido ni que enseñar. Con los años me convencí de que aquel día me había investido de un arma que para aquellos desheredados iba a resultar en adelante muchísimo más temible.
Mi reputación.
Agosto 2014