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Relato corto: COLMILLOS DE FUEGO

COLMILLOS DE FUEGO

La puerta del bar se abrió. Una cascada de luz dorada se vertió sobre el oscuro empedrado de la callejuela mientras una oleada de risas, gritos y murmullos de borracho despedían al muchacho que, como una sombra, salió al exterior.

Hacía frío. El joven, totalmente vestido de negro, se arrebujó en su abrigo, cerró la puerta con un golpe seco, y, embutiendo las manos en los bolsillos, se alejó caminando por la oscura callejuela, al tiempo que comenzaba a interpretar una peculiar versión silbada de la canción Moon over Bourbon Street, de Sting. El muchacho sonrió para sí con una mueca cínica. «Vampiros», se dijo. «Interesante tema para una canción con una melodía tan romántica». Consultó su reloj. Las dos y media. Hora de volver a casa.

VampireCruzó la plaza que se abría ante él. Oscura. Toda envuelta en penumbra. « El presupuesto de la ciudad no se dedica precisamente a la iluminación», pensó sarcástico. Otra mueca de cinismo. Le daba igual. Siempre se había sentido a gusto en la sombra: era su elemento. Sus amigos le llamaban «Arco iris» unos, por su inclinación a vestir siempre de negro, y «El Señor de la Noche» los otros, tanto por sus hábitos como por sus preferencias.

Al otro lado de la plaza siguió caminando con paso rápido. Cruzó por delante de la puerta trasera del Boulevard, ignorando deliberadamente un grupo de Profesionales del amor que le sonreían, coquetas, y se le insinuaban abiertamente, con la esperanza de poder conseguir esa noche algún dinero más.

– Oye, guapo, ¿quieres divertirte un rato?

– ¿No te apetece pasar una noche agradable?

– Ven conmigo y te enseñaré el Paraíso…

El joven continuó con paso rápido. «Vil metal». No quería verse envuelto en problemas. Y menos con la Policía, que últimamente estaba aumentando el número de redadas en la zona. Además, alguien podría reconocerle, e incluso implicarle en el asesinato que había visto de primera mano la noche anterior. Algo escabroso: un tipo con gabardina se había acercado a uno de los jefes de la Mafia de la ciudad, le había levantado la calota con un hábil disparo de su Magnum .357 y, antes de que el cadáver tocase el suelo, con un cuchillo le había cortado las dos orejas y se las había escondido en el bolsillo de la camisa, junto al pecho. El joven, totalmente ebrio, había estado dormitando dentro de un barril de madera, a dos metros escasos del incidente, y había asistido a él como espectador de excepción a través de una minúscula rendija entre las duelas. Tras un tiempo que había empleado en disipar su miedo – y su borrachera – tanto como le había sido posible, había huido del lugar, temeroso de hacer recaer la sospecha sobre sí.

Sacudió la cabeza y giró una esquina. Todo era silencio. Luego volvió a girar a la izquierda y pasó bajo un siniestro arco de mármol, tallado en estatuas de gárgolas y esqueletos, que se abría a un estrecho callejón, y se dirigió a la calle paralela. Volvió a torcer a la izquierda y continuó por la avenida, algo más iluminada. A lo lejos distinguió otro grupito de prostitutas y un par de chulos, lo que le motivó a pensar en cambiarse de acera tan pronto como pudiese.

Una manzana antes de llegar ahí, vio aparecer por una esquina un coche patrulla de la Policía. El silencio quedó roto apenas por las apresuradas pisadas de las prostitutas que intentaban esconderse, y una luz azulada comenzó a bañar las fachadas de los edificios cercanos siguiendo un ritmo hipnotizador.

El joven cruzó al otro lado y vio cómo el coche se detenía y de él salían cuatro policías, junto con ocho más de la furgoneta que seguía al coche.

Al pasar a su altura, desde la otra acera alguien gritó:

– ¡Eh, usted! ¡El de negro! ¡Venga aquí enseguida!

La orden restalló como un látigo en el silencio de la noche. Por un instante, el joven quedó como congelado, pero al momento reaccionó y echó a correr a toda velocidad, girando en la siguiente esquina y volviendo por tanto al silencioso barrio antiguo de casas juntas y oscuras avenidas.

«¡No! ¡No me tienen que coger! ¡Si me reconocen, es más que probable que me detengan, en cuyo caso, o bien me cargan a mí con el muerto, o bien algún otro de esos gorilas me liquida a mí para que no hable!».

El corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. ¡Bum, bum, bum! Una zancada, y otra, y otra más. No quería volver la cabeza: tenía miedo de ver al policía persiguiéndole aún, o incluso sacando el revólver y apuntándole…

Torció por la siguiente esquina, y por la otra, y por la siguiente: todo lo que podía para darle esquinazo. Y, al fin, agotado ya, incapaz siquiera de poder dar un paso más, se detuvo, jadeando, intentando recuperar el resuello, y se decidió a volverse: no había nadie. Ni un alma. Ni un ruido. Nada.

Tras normalizar un poco su respiración, continuó aliviado su camino por las tortuosas callejuelas, sin una mísera farola, ni una ventana iluminada, ni nada. La luz de la Luna era toda la que podía esperarse en la noche siguiente a una luna nueva, pero incluso así, el joven perseveró en su camino, ya mucho más cerca de casa, donde por fin podría dormir y descansar, y levantarse relajado al día siguiente para asistir a una cita con una chica espectacular que había conocido la noche anterior. Era tal y como él la había soñado: de pelo castaño oscuro, ni liso ni rizado; ojos oscuros y ligeramente rasgados, labios sensuales…

Entregado a tan entretenidos pensamientos no se percató de la sombra que había caído súbitamente un metro escaso delante suyo. Aunque todo a su alrededor era penumbra, si no hubiese estado tan embriagado en sus propios pensamientos, se hubiese percatado de que eso era en realidad mucho más oscuro que una sombra: era la negrura absoluta.

Ese «algo» apartó la capa que cubría su cara, y el joven pudo distinguir algo escalofriante: unos ojos intensamente rojos, profundos, en un rostro absolutamente blanco y de piel tensa. El misterioso individuo se movió con una rapidez extraordinaria y desapareció de su campo visual, y, al instante, el muchacho sintió unos miembros fuertes que lo sostenían, inmovilizándolo. La capa de su atacante, negra como la noche, le envolvió parcialmente a él también.

El terror más glacial se apoderó de él. Intentó gritar, pero su cuerpo no le respondió. Su corazón comenzó a aumentar la potencia y la velocidad de sus latidos, intentando prepararse para un supremo y último esfuerzo que nunca habría de llegar. La vista se le nubló y estuvo a punto de desmayarse. Las manos le temblaban en espasmos incontrolables, y todo su cuerpo era como gelatina. Su corazón latía más y más fuerte, MÁS Y MÁS FUERTE…

En un último intento, con un supremo esfuerzo y gran sacrificio, consiguió volver parcialmente la cabeza y articular en un susurro: – ¡Soy inocente! ¿Por qué a mí? ¡SOY INOCENTE!

El extraño le observó. En su cara se dibujaba exactamente la misma sonrisa cínica del joven, aunque, si éste no hubiese estado tan profundamente aterrado, habría percibido también la profunda tristeza que se reflejaba en el fondo de esos ojos rojos, profundos como pozos infinitos…

El joven notó un vivo dolor en el cuello (ahí donde se nos dice que está la arteria carótida), que cedió rápidamente y dio paso a una profunda sensación de placer, un placer infinito, maravilloso. Sus miedos, inquietudes, su tensión y su primera reacción desaparecieron bruscamente de su consciencia, sin dejar ni rastro. Tan sólo al cabo de un tiempo empezó a sentir algo de frío…, pero realmente no importaba, tan grande e inabarcable era el placer que estaba sintiendo, tan absoluta e inconmensurablemente grande…

El Ser notó que el corazón del joven había cesado ya de latir completamente. Con una última mueca cínica, sacó sus largos colmillos, los retrajo a sus alveolos y soltó el cuerpo, que quedó pálido e inmóvil, tendido en el suelo. Su propia cara había quedado con un tinte ligeramente sonrosado después del alimento.

– Al fin y al cabo, ¿quién es inocente del todo? -se preguntó a sí mismo en voz alta el Vampiro.

Con un impulso ligero, aparentemente sin esfuerzo, saltó tres pisos hasta el tejado de una de las casas y desapareció en la noche.

Abril 1994

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